Invasión y resistencia en buenos aires

Rodrigo Hobert

Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires

 

RESUMEN

Los relatos expresados a través de diversos géneros narrativos nos invitan a conocer los modos en que son construidas ficcionalmente distintas sociedades. El análisis de una historia atípica de ciencia ficción, que toma a la Ciudad de Buenos Aires como epicentro y a sus habitantes como héroes de una resistencia, nos sumerge en interrogantes. Preguntas orientadas a comprender la ausencia de relatos épicos colectivos y de nuestras ciudades como escenarios posibles. En el presente artículo se intenta reflejar el extrañamiento de las miradas contemporáneas frente a historias que expresan espacios y acciones cotidianas a los lectores; pero que, por sus escasas manifestaciones en la propia literatura, se presentan como ajenas. Se plantea desde el análisis del relato algo imposible de ser pensado que fortalece el sentido de la ficción. Rupturas que surgen de una trama que nos obliga a imaginar a Buenos Aires arrasada por una invasión, y a nosotros como actores de una gesta épica. Hechos que, lejos de advertirnos sobre lo absurdo de nuestra imaginación, nos conducen a reflexionar sobre los procesos culturales que han contribuido a que estos relatos nos sean tan extraños como imposibles.

 

PALABRAS CLAVE: BUENOS AIRES, RESIGNIFICACIÓN ESPACIAL, FICCIÓN, ÉPICA COLECTIVA, EL ETERNAUTA, ENSAYO, HÉROE COLECTIVO

 

 

 


“La rotonda de la avenida General Paz había caído en nuestro poder. Claro que costaba reconocer el lugar: roto el pavimento por las granadas, dispersos por todas partes los destrozados cuerpos de los invasores; en la amplia pileta de la fuente había una verdadera pila de cuerpos”[1]. Juan Salvo, junto a unos pocos sobrevivientes, experimentaban el horror de un enfrentamiento. El primero organizado contra el ejército invasor en las calles de Buenos Aires después de la Nevada Mortal. Pero el espacio no era lo único que se tornaba irreconocible a partir de la destrucción; tampoco los sobrevivientes podían reconocerse. Empleados, torneros, profesores, soldados se encontraban enfrentando a un invasor desconocido. Bombardeando las calles que horas atrás recorrían pacíficamente. Cargando fusiles, esperando la muerte en esa nueva cotidianeidad. Buenos Aires no era más Buenos Aires, y los sobrevivientes tampoco eran ya sus habitantes. Lo impensado era presente, trastocando toda noción de certeza.

Casi con la misma fuerza, la construcción de una Buenos Aires destruida por una invasión extraterrestre desconcierta al lector. Lo ajeno de la ficción golpea a los protagonistas del mismo modo que a los espectadores. Pero no por la situación en sí, sino por la cercanía del relato. Una cercanía espacial que obliga a reacomodar los sentidos reforzando al mismo tiempo lo irreal de la ficción. Esa irrealidad que se ve potenciada no sólo por la ubicación, sino por el carácter de la acción frente al invasor. Acción colectiva que redefine nuevos espacios y nociones sobre el ser proyectado en el relato. Lo colectivo proyectado en los individuos, creando nuevos horizontes en torno a lo imposible. Lo imposible de ser pensado a través de esquemas culturales que nos alejan de toda posibilidad de proyectarnos como héroes en los relatos. Esquemas que nos convierten en espectadores, pero jamás en protagonistas imaginarios de gestas colectivas.

Sin dudas, es fácil hacer corresponder a cada sociedad distintos tipos de relatos; no porque los relatos sean determinantes, sino porque expresan las formas sociales capaces de crearlos y utilizarlos. Formas que, en el caso argentino, expresan una estructuración del pensamiento nacional enajenante frente a toda trama épica. Buenos Aires como campo de batalla y la épica colectiva contemporánea son tan ajenas a nuestro pensamiento como la posibilidad de enfrentarnos a un Mano o a un Gurbo[2]. Podría decirse que no hay épica posible porque desde la realidad no nos construimos de modo épico. Más allá de esto, lo cierto es que los esquemas de pensamiento van moldeando nuestros modos de hacer, nuestros modos de imaginarnos. De aquí proviene el absurdo de una trama imposible, en un lugar fuera de lo común. Dobles, triples ficciones se nos presentan a la hora de imaginarnos de otro modo a como creemos que debemos imaginarnos.

Las miradas contemporáneas emergen sorprendidas frente a historias que expresan la vigencia de un espíritu colectivo en la acción. Un espíritu que manifiesta derechos y obligaciones colectivas; que tiende a problematizar diferencias y a construir a partir de ellas. Historias colectivas negadas que proponen gestas, mitos fundantes, que permitan establecer nuevos límites para la imaginación.

No nos es posible pensar en casualidades cuando las repeticiones y los silencios son fruto de procesos culturales. Tampoco existe el azar cuando nos enfrentamos sorprendidos a una trama que coloca a nuestra ciudad como campo de batalla y a sus habitantes como héroes. La sorpresa y la singularidad del relato atípico nos deben remitir a sus contextos de producción. Ambas se encuentran relacionadas; pero los nexos identificables van más allá de las menciones espaciales, las situaciones cotidianas. Los vínculos entre la sorpresa y lo atípico nos conducen a reflexionar sobre el devenir sociopolítico, cultural, económico e ideológico de un país. Análisis que, si bien excede al presente artículo, no es desconocido. Tampoco son desconocidas las implicancias simbólicas de los espacios, así como de las acciones narradas en El Eternauta.

Sin dudas, el hecho de que relatos similares sean escasos, lejos de simplificar nuestras reflexiones, las complejizan. Estos merecen pormenorizados análisis sobre sus contextos de producción, sobre sus intencionalidades.

El análisis de una historieta, en donde el guión y las imágenes son imprescindibles entre sí, nos impide poder expresar la significación del relato en toda su magnitud. El realismo de las imágenes escapa a las palabras, empobreciendo nuestras descripciones. Más allá de la especificidad de los géneros o los soportes, hemos decidido centrarnos sobre la particularidad de una propuesta narrativa. Una propuesta cuya singularidad no está referida a su formato, sino a las acciones y emplazamientos narrados. Sin dudas, merece un análisis más exhaustivo el hecho de que éste haya sido el formato a través del cual ha sido narrada ficcionalmente una gesta colectiva propia.

Al analizar el trabajo de Oesterheld y Solano López, proponemos al lector problematizar, desde las escasas existencias, las ausencias de relatos épicos que tomen a la Argentina como espacio. Que nos incluyan y que, a través del desarrollo de sus tramas, nos indiquen la importancia de proyectos comunes. De valores sólo posibles de ser pensados colectivamente.

 

“SI, MEJOR NO PENSAR. PORQUE PENSAR ERA ENLOQUECER”[3]

 

La singularidad de las obras de Oesterheld[4], y de los dibujantes que colaboraron con él[5], se manifiesta, en relación con otros relatos de ciencia ficción, en lo extraordinario de la ubicación donde se desarrolla la historia. Buenos Aires, Argentina, Sudamérica, son erigidos como emplazamientos posibles de relatos de ciencia ficción. La acción no transcurrirá en lugares ajenos, no se narrará sobre aquello fuera de lo común que ocurre en un lugar desconocido. Se apelará a la pertenencia espacial y cultural como vía a través de la cual construir nuevos sentidos sobre lo imposible. La ciudad, la cultura propia, será el marco desde donde erigir la legitimidad ficcional del relato; y sus hombres y mujeres (trocados en sobrevivientes) serán los motores de esa legitimidad.

Al establecer un “nosotros” espacial como punto de partida, el sentido mismo de la historia es redefinido, y es a través de esta redefinición que el relato irá estructurándose desde un nuevo tipo de noción de pertenencia. Ya no una pertenencia a una especie, sino a un colectivo urbano, cultural y regional. Poco importa la extensión global de una invasión. Aquello que se vive y que compromete es lo cercano, la transformación traumática de los lugares comunes. La cercanía, lo cognoscible, brinda realismo al relato. Pero no un realismo en torno a lo posible de una invasión extraterrestre, sino en relación con el autorreconocimiento en la historia. Ese mismo reconocimiento creador de compromiso, pues se narra sobre espacios propios. Son las plazas, los estadios, las autopistas los lugares que operan como vínculos entre el lector y el relato. Es la ciudad la que se recrea, reposicionando al mismo tiempo el sentido de la ficción. Un tipo de ficción que, desde la ruptura, transforma al espacio urbano, confiriéndole nuevos sentidos. Ya no son las mismas calles, ni la misma estación, ni la misma plaza. Todos los lugares poseen un nuevo sentido. Los estadios, los parques, las avenidas, las estaciones de subterráneos dejan de serlo para transformarse en hitos de una gesta colectiva.

Los espacios que hacen a la ciudad resurgen por el sentido colectivo que encierran, por el hacer social que los sujetos construyen y que al mismo tiempo reproduce su existencia social. Existencia que se ve amenazada y que en la resistencia reconfigura la noción espacial, dotando de nuevos atributos a lugares que remiten a una antigua existencia. Un antes y después de la invasión que no es denotado por la catástrofe, sino por la resignificación de los espacios. De este modo, la mención de la rotonda de la avenida General Paz, así como del estadio de River Plate, remiten a los personajes a su historia reciente y no al tránsito o a algún clásico deportivo. Son indicadores de un punto de inflexión entre la realidad cotidiana y la ficción. Se crea una nueva realidad desde el relato que obliga a los personajes a reconocerse en nuevos espacios que encierran sentidos previos, pero que requieren de su transformación.

En paralelo, este mismo proceso opera sobre el lector, quien, al verse reconocido en los espacios de la historia, experimenta esos procesos haciendo propia esa modificación del sentido. Lectores y protagonistas se proyectan en una ciudad común y la trasforman. Los lugares ajenos se hacen propios y el género narrativo pareciera ser excusa en pos del establecimiento de una autonomía espacial. Buenos Aires es el espacio donde se desarrolla el relato, pero más allá de eso, es la ciudad de los lectores. La que transitan y conocen, y a la cual reconstruyen desde la ficción. Desde donde pueden proyectarse e imaginarla de otro modo. Y en ese ejercicio propuesto por la historia, lo impensado de una Buenos Aires devastada por extraterrestres conduce inevitablemente hacia el vacío de lo imposible. La épica colectiva como vía legítima a la victoria.

 

LA CIUDAD IMPOSIBLE

 

“Desde lo alto de River Plate, el paisaje no podía ser más hermoso. Envuelta aquella llanura de casas por el manto irisado al sol de los copos que seguían cayendo. Lástima que tanta belleza era también tanta muerte”[6].

 

Calles bloqueadas por edificios derrumbados, el hedor de cientos de cuerpos apilados sobre las veredas impregnando la atmósfera, explosiones, lamentos. Las imágenes del proceso de destrucción de Buenos Aires nos acercan a lo imposible. La ciudad de pertenencia es utilizada como vehículo de realismo frente a un género cuyas tramas suelen ser ajenas y enajenantes. En ese contexto, el recurso de la familiaridad espacial obliga a reorientar la mirada del lector, ubicándolo dentro del relato.

El espacio donde se desarrolla la acción redefine al lector y lo introduce en una búsqueda del sí mismo en cada una de las calles, avenidas y espacios públicos de su ciudad. En la construcción del relato son creadas las miradas y posiciones del lector, y en éste en particular, el desarrollo de la acción cercana interpela desde lo conocido.

La catástrofe pensada establece nuevos lazos entre la realidad y la ficción. Los espacios cotidianos son transformados a partir de nuevos sentidos. Lo propio, lo conocido, crea una nueva relación frente a la trama. Lo extraño del suceso cobra otra entidad, ya no la de la ruptura de lo cotidiano, sino la de la construcción de sentido desde lo cercano. De este modo, se apela a que el lector no sólo reestablezca nuevos marcos de normalidad frente a lo disruptivo, sino que además lo haga desde la familiaridad espacial. Esta forma de reconocerse en el relato transforma el sentido mismo del hecho extraordinario. De lo extraordinario que ocurre en un lugar fuera de lo común, ajeno a los lugares donde suele ocurrir lo extraordinario. La ficción, al crear a una Buenos Aires arrasada, actualiza y redefine el sentido mismo que se tiene sobre la ciudad. Pero al mismo tiempo coexisten, tanto en los protagonistas como en el lector, las vivencias del pasado que remiten a cada uno de los lugares de la ciudad. Surgen como evidencia de una existencia anterior en el relato, y simultáneamente como referencia cotidiana en el lector.

 

“Subía los escalones de la tribuna. Por fuerza me encontré pensando en el pasado otra vez ¿Cuánto tiempo hacía? Cuando yo subía aquellas gradas buscando un buen lugar… fue cuando el homenaje a Labruna… era un jueves y el estadio estaba lleno a pesar del día hábil. Volvió a jugar la famosa delantera de Pedernera, Moreno y los otros ¿Quién me diría entonces que algún día subiría los escalones para agradecer a un hombre por haberme salvado la vida?”[7]

 

Los protagonistas retornan sobre las experiencias del pasado en un presente donde todo lo vivido parece haber perdido razón. El estadio de River Plate erigido como base de la resistencia, el campo de juego cubierto con tiendas de campaña, las tribunas equipadas con artillería antiaérea transforman todo sentido previo. El recuerdo de un partido de despedida no remite al protagonista al evento, sino a la imprevisibilidad de la acción que está desarrollando. El espectáculo deportivo actúa como referencia de un pasado que requiere de nuevas significaciones. La precipitación de sucesos no impide la nostalgia, pero la evocación de esos recuerdos los convierte en cuestiones fútiles, superficiales, que remiten a espacios y acciones ahora carentes de sentido.

 

“Los invasores venían del lado del Congreso. A buen paso, y sin que nadie se fijara en nosotros, avanzamos hacia la Plaza. Atrás quedaron Córdoba, Viamonte, Tucumán. Costaba creer que aquella Callao fuera la avenida de siempre. Era un desfile de pesadilla.

Salvo. - Pensar que hace apenas unos años la gente andaba por aquí gritando por la ‘laica’ o por la ‘libre’.

Favalli. – En esos pocos años, mejor dicho en los últimos días, han pasado siglos… ¡Ojalá no tuviéramos otro problema que la ‘libre’ o la ‘laica’!”[8]

 

Los espacios evocan a las acciones que en el pasado allí se desarrollaron, pero la catástrofe dota de nuevas significaciones a esos espacios, convirtiéndolos en signos de un ejercicio arqueológico. Los emplazamientos urbanos, las arterias de la ciudad, son ahora concebidos en función de la utilidad práctica para resistir al invasor. Ninguno de los sobrevivientes podrá recordar con la misma facilidad el sentido social que encerraban esos espacios antes de la invasión. Las cualidades distintivas del estadio ya no están referidas por la extensión del campo de juego, ni por la calidad de su césped, sino por los beneficios de la estructura de concreto que impide a los invasores lanzar exitosamente sus armas contra los sobrevivientes. El estadio es ahora refugio y cuartel, y todo lo que allí suceda brindará sentidos inmediatos que remitirán a la resistencia y no a Labruna. Y en los momentos en que alguno de los sobrevivientes se refiera a estos espacios, en sus palabras quedará explícita su referencia al pasado cercano posterior a la invasión[9]. De este modo, Buenos Aires es reinventada y los espacios sobre los que la historia narra constituyen marcas de un proceso épico. Nos trasladan desde la ficción hacia la construcción de una nueva mirada que erige a la ciudad como espacio posible y legítimo del relato. Una mirada que transforma a la del lector y lo invita a observar a su ciudad de otro modo. A la Plaza Italia como escenario de una masacre, a la Plaza de los Dos Congresos como cuartel general de los invasores, a la rotonda de la Avenida General Paz como hito de la primer victoria frente al enemigo.

 

EL HÉROE IMPOSIBLE, EL HÉROE COLECTIVO.

 

Oesterheld construye a Buenos Aires como un campo de batalla, otorgando nuevas significaciones sobre sus lugares. Una Buenos Aires cuya transformación no se realiza solo a través del relato, sino en cada uno de los lectores. Una apuesta desde la pertenencia espacial, a un concebir como posible y real la destrucción de la cotidianeidad. Pero por sobretodo, invita al lector a reconstruir su ciudad como lugar central de una historia. Una historia que utiliza como recurso la invasión de seres desconocidos, pero que rompe con el sentido mismo del lector al posicionarlo como protagonista y no como mero espectador. Un protagonismo generado por la pertenencia espacial y colectiva que diluye todo sentido de extrañamiento. Y del mismo modo que lo ajeno se hace propio, la transformación imaginaria de Buenos Aires se hace presente en los lectores. En ellos lo conocido opera como refuerzo de la ficción creando compromiso.

Si la trama requiere de un espacio imposible para reforzar el sentido de compromiso en la ficción, necesita al mismo tiempo de la imposibilidad de imaginar un tipo de acción que permita resolver el conflicto. El verdadero sentido del relato, la única aventura posible que se plantea frente a toda invasión: la resistencia[10]. La acción épica en conjunto, en donde la individuación se pierde en pos de objetivos comunes y lo “único válido es el héroe en grupo, nunca el héroe individual, el héroe sólo”[11]. Esto es porque no hay soledad posible frente a las empresas colectivas, sí historias de vida que nos acercan a la crudeza de sus experiencias individuales durante un proceso.

El héroe colectivo toma forma en cada uno de los personajes, los transporta hacia una nueva noción del “nosotros en grupo”. Crea nuevos sentidos en relación a la posibilidad real de construirnos como un cuerpo frente a la agresión. Un cuerpo definido por una pertenencia local y regional, no por un sentido global del ser. Oesterheld construye un mundo distinto[12], pero, por sobretodo, un universo social que, ante la catástrofe, retorna a un principio de asociación básico: “nosotros” frente a “los otros”. La única vía posible en la lucha por la subsistencia. Lo desconocido, la catástrofe, reduce toda distinción entre los protagonistas y los obliga a emprender una lucha desigual por la recuperación de sus espacios, de sus vidas. Una carrera desbocada cuyo único fin es la expulsión del invasor, y cuyos medios para el éxito son estrictamente colectivos.

 

“Me volví hacia mi grupo: ya el cabo Amaya había concentrado a todos los milicianos; les había dicho ya que el ataque empezaba, y todos me aguardaban tensos, endurecidos los rostros por la certeza de la muerte próxima. Todos parecían curiosamente anónimos detrás de las máscaras. Algunos serían hombres de negocios, otros serían obreros, otros jubilados”[13]

 

La acción colectiva se erige como vía legítima de acción, pues es la única posible. No una acción infalible, pero sí eficaz. Lo imposible, la acción épica tan irreal cotidianamente como el suceso narrado, es llevado a cabo con éxito en el relato. Los protagonistas se integran a la fuerza de resistencia y actúan conjuntamente por un objetivo superior. De este modo, soldados, obreros, intelectuales y estudiantes no sólo se enfrentan al invasor, sino al reconocimiento común en la acción épica. El valor de sus acciones individuales actuará como refuerzo del sentido colectivo de la acción, y les permitirá redescubrirse como feroces guerreros o brillantes estrategas. Símbolos de la resistencia, como Medardo Sosa[14] o Franco[15], cuyas acciones heroicas intentan reflejar la supremacía de los valores colectivos por sobre las posiciones ocupadas en la estructura social.

 

“Franco, el fundidor que me salvó la vida. Un simple obrero fundidor…y se ha mostrado más capaz y resuelto que nadie… él me defendió cuando todos huían (…) como el cabo Amaya (…) como el otro obrero, Medardo Sosa”[16]

 

“Reconfortaba saber a mi lado al tornero… su apoyo, ya lo había demostrado, valía más que el de un tanque”[17]

 

Una suerte de giro pedagógico realizado por el autor, que opera al mismo tiempo como indicador de la disolución de toda brecha una vez ocurrida la catástrofe. Porque así como la muerte actúa como igualadora, la acción heroica destruye toda distinción, toda supremacía bélica o socioeconómica. El hombre es concebido como verdadera arma capaz de oponerse al yugo invasor. El repertorio de acciones humanas como un arsenal inagotable de recursos épicos. Recursos que se ven potenciados en la acción conjunta, en donde el valor por la vida individual se ve transformado en un valor por la existencia colectiva. Existencia que requiere de sacrificios y que obliga a los protagonistas a aceptar la lógica del conflicto como propia.

 

“De todos los efectivos de que disponía el mayor, mis milicianos y yo éramos los menos imprescindibles. Nos enviaban delante de todo, a modo de experimento (…) Mis milicianos (…) se daban perfecta cuenta de que nos usaban como fuerza de choque, como la más barata carne de cañón: los milicianos eran hombres sin instrucción militar y por lo tanto era preferible que murieran ellos y no los soldados expertos”[18]

 

Los protagonistas adoptan la lógica de la acción bélica como vía legítima al éxito y desde ella se proyectan colectivamente. Este proceso, que se inicia con la concentración y organización de las tropas como punto de partida para la victoria sobre el enemigo, es asimilado por los protagonistas casi inmediatamente. El objetivo común, la organización de un ejército en función de las necesidades reales del combate, requiere de diseños y adaptaciones específicas a las líneas tácticas y estratégicas del conflicto. La resistencia frente al invasor no deja huecos frente a este planteo, y los sobrevivientes adoptan este sentido como propio e irrenunciable. Un sentido que no tiende a problematizar la pertinencia o no de su planteo, sino que reconoce como válidas las reglas propias de una acción ajena a los milicianos y propia a los soldados. Las reglas del conflicto emergen como técnicas que deben ser aprehendidas, abandonando toda noción anterior sobre la existencia civil. Una existencia extraña a las batallas, pero poseedora de características sorprendentes a la hora del conflicto, cuando la supervivencia del grupo está en juego y el sacrificio es dotado de cualidades épicas. Cualidades que no son propiedad exclusiva de un protagonista en particular. Aparecen como consecuencia de un proceso de adopción de patrones colectivos como propios, cuya interiorización resulta en la proyección plena del ser individual en y por el grupo. La heroicidad remite a lo colectivo, dejando toda referencia individual a modo de reconocimiento de la acción, en función de la entrega altruista, colectiva. De este modo, el protagonista principal resulta un hombre más dentro de un grupo. Un hombre cuya excepcionalidad está comprendida por el hecho de haber sido parte de la gesta, y no por sus cualidades sobrenaturales. Juan Salvo, El Eternauta, se confunde en la masa de sobrevivientes; y sus acciones son equiparables a la de sus compañeros. Acciones que lo enfrentan a la muerte, y ante las cuales flaquea o se engrandece como hombre.

 

“Mientras yo, que era el jefe del grupo, no hacía otra cosa que encogerme como un conejo asustado, él se exponía al peligro. Él no olvidaba, como yo, de que estábamos allí para combatir al enemigo”[19]

 

Así como la ciudad imposible de ser pensada desde una invasión se actualiza en la ficción, la acción colectiva imposible es recreada en el relato y se refuerza en el lector. La acción épica colectiva que no requiere de héroes infalibles para ser narrada, sino que articula modos de hacer comunes con situaciones extraordinarias. Modos de hacer que implican pánico y heroísmo. Que nos invitan a proyectarnos en una acción posible, más allá de las situaciones. Que nos obligan a reconstruirnos desde el sentido mismo de la gesta, en donde la individuación sólo surge como significante de la derrota del proyecto colectivo.

 

“Señores, creo que esto es el fin. La única orden que cabe ahora es el ‘sálvese quién pueda’. Cada uno queda a cargo de su suerte”[20]

 

MIMNIO… ATHESA… EIOIOIO… MIMNIO…[21] (palabras finales)

 

En El Eternauta es desarrollada una historia extraña. Sus personajes y la ubicación de las acciones establecen nuevas formas de construir sentidos desde el relato. Sentidos que intentan hacer propios a géneros que generalmente se presentan al lector como ajenos. Surge dicho extrañamiento, propio de lo desconocido, desde el comienzo de la historia. Un grupo de amigos jugando al truco en una casa del conurbano, quedan atrapados por una Nevada Mortal que aniquila toda forma de vida. El contexto cercano y el fenómeno extraordinario comienzan a cooperar. Los treinta y tres de envido y un apagón inexplicable que interrumpe la partida. Nuestra vida cotidiana, nosotros, frente a lo inexplicable. Lo extraño de la historia toma cuerpo en los gestos, las acciones de personas que comparten nuestros modos de hacer. Nuestra cultura.

La Nevada, como fenómeno disrruptor, se empequeñece frente a la cotidianeidad familiar del relato. Frente al reconocimiento inmediato entre las prácticas de los protagonistas y las de los lectores. Del mismo modo, la invasión poseerá una entidad ficcional similar a la del lugar donde se desarrolla, porque más allá de la trama, el verdadero argumento requiere de Buenos Aires como espacio, como apuesta ideológica tendiente a establecer un quiebre que nos obligue a construirnos épica y colectivamente. Buenos Aires narrada y la invasión se necesitan, porque ambas constituyen al sentido de la ficción. La propia ciudad arrasada, nuestros vecinos asesinados, nuestros recuerdos desdibujados son las marcas necesarias que brindan otros sentidos a lo fuera de lo común. Es nuestra imaginación la que está en juego, nuestra capacidad de pensarnos de otro modo en lugares y situaciones comunes.

Lo cotidiano irrumpe violentamente en la trama, pero sobretodo golpea a los relatos épicos negados. Golpea desde el concebir como lugar posible a Buenos Aires, y como héroes a los argentinos. Héroes humanos, héroes colectivos y cercanos. Tan cercanos como la posibilidad de recrear acciones en pos de objetivos comunes. Tan negados como la épica colectiva en la literatura nacional. Épica apenas reconocible en historias lejanas, deshumanizadas, ajenas como una ciudad europea poblada de gauchos y cautivas. Extrañas como la mirada fascinada de un terrateniente frente al devenir exótico de sus peones.

Resulta difícil poder negar la importancia de los relatos épicos colectivos en la historia de las culturas. Negar sus cualidades míticas que refuerzan la existencia social. Negar su existencia o su inexistencia. Las formas sociales que los crean, y a través de las cuales representan los valores de cada grupo, nos remiten a sus condiciones de producción, a su previa existencia cultural y a sus proyecciones. Estas formas moldean percepciones y prácticas, sentidos comunitarios, valores colectivos. Manifestaciones culturales que expresan y explican posiciones y estrategias de autopercepción. Su negación o inexistencia, deben remitirnos a las prácticas sociales antecedentes. A los factores que cooperaron en la construcción de otros relatos que suplieran a éstos, o no. Pero al mismo tiempo, nos invitan a reflexionar sobre el sustrato ideológico que forja dichas prácticas narrativas. Prácticas que devienen en modos de ser, de pensarse.

Estas modalidades pueden hacer extraño lo cotidiano, sustrayendo al lector de toda proyección desde “su” lugar. Naturalizando la ausencia de sus ciudades, de sus prácticas, de su cultura en los grandes relatos. Ausencia que cobra otra entidad en el momento en que el lector se enfrenta a otros relatos que remiten a proyectos colectivos y prácticas ajenas. Podría decirse que la búsqueda de reconocimiento en el relato ajeno transforma la mirada del lector, estableciendo nuevos marcos de legitimidad entre aquellas historias y lugares que deben ser narrados y aquellos que no. Articulando sentidos en torno a imposibles espaciales y colectivos.

Las barreras establecidas por la lejanía de la ubicación, lo extraño de las prácticas o la distancia temporal, tienden a diluirse en la búsqueda de reconocimiento. El relato ajeno es posible, y ante la inexistencia de construcciones propias, se facilita su adopción como legítima. De la misma manera, el “nosotros” inenarrable opera reforzando el sentido de extrañamiento sobre la propia cultura. Así, los lugares cotidianos son imposibles de ser concebidos desde la ficción y el sentido épico de las acciones colectivas del propio grupo es impensado. De allí los imposibles: el imposible espacial (Buenos Aires) y el héroe imposible. Procesos que transforman nuestras miradas convirtiendo en absurdo lo cotidiano y en ridícula toda acción en conjunto. La casi inexistencia de relatos épicos propios que tomen como marco a la ciudad de Buenos Aires nos obligan a reflexionar, por un lado, sobre la particularidad de los procesos de producción del género de ciencia ficción, y por otro, sobre los procesos creativos de la producción cultural nacional. Procesos creadores de relatos dónde la propia ciudad y la acción heroica emergen como extrañas para el lector.

Desde El Eternauta se rompe con la legitimidad espacial de los relatos existentes y se introduce a Buenos Aires como lugar posible de acción. De este modo Oesterheld fractura el sentido de lo legítimo en relación con los espacios utilizados por el género, creando una nueva noción de autonomía que se desarrollará a lo largo de la historia. Buenos Aires como espacio posible y sus sobrevivientes como sujetos indispensables para su liberación, son una muestra de ese desarrollo. Porque del mismo modo en que es pensada la ciudad lo son sus habitantes, y con ellos el sentido positivo de una lucha en conjunto frente al invasor. Lucha que en el argumento sólo es posible de dar colectivamente. Sólo es pensada de ese modo. Es la resistencia frente a la individuación, frente a la ausencia de relatos épicos colectivos. Conflicto que pareciera resumir proyectos disímiles, irreconciliables si se quiere; pero que al presentarse establece nuevos límites, invitando a proyectarnos más allá de las ausencias o de presagiadas derrotas.

 

“Delante nuestro, hacia el centro, empezó a desplegarse la increíble fantasmagoría del hongo atómico. Buenos Aires… atomizado (…) El monumento a los españoles partido en dos… nada mejor para resumir la catástrofe.[22]

 

Bibliografía

 

- Ávila, F. R. (2003) Oesterheld y nuestras invasiones extraterrestres. Buenos Aires, Ediciones Rebrote.

- Di Giano, R. (2004) “Argentina: ejemplo de una degradación exitosa”. En: Belvedere, C. et al,  Ensayos coléricos. Sociología, filosofía, arte. Buenos Aires, Grupo Editor El Ojo Furioso.

- Melo, A. y Raffin, M. (2004) Literatura y Sociedad. Buenos Aires, mimeo.

- Oesterheld, H. G. y Solano López, F. (1993) El Eternauta. Buenos Aires, Ediciones Record.

- Oesterheld, H. G. y Trigo, G. (1998) La Guerra de los Antartes. Buenos Aires, Colihue – Colección Narrativa Dibujada.

 

Noticia sobre el autor

Rodrigo Hobert nació en Buenos Aires en 1976. Sociólogo (UBA). Desde el 2000 es Secretario Editorial de la Revista Apuntes de Investigación. Investigador y docente en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA) y en la Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales (Universidad de Morón). Miembro del Centro de Estudios en Cultura y Política de la Fundación del Sur. Sus áreas de interés están relacionadas con la acción colectiva y con el impacto social de las catástrofes.

 



[1] El Eternauta, “La batalla de la General Paz”, Nº 3.

[2] Manos, Gurbos, Cascarudos y Ellos, son los personajes que encarnan al invasor extraterrestre. A lo largo de la historia los protagonistas van tomando contacto con cada uno de ellos (con excepción de los Ellos, considerados los líderes de la invasión, de quienes los protagonistas sólo tienen conocimiento a través de un Mano).

[3] El Eternauta, “Invasión Extraterrestre”, Nº 2.

[4] La guerra de los Antartes (Oesterheld-Trigo, 1998) representa otro ejemplo de este tipo de relatos.

[5] Breccia, Durañona, Fahrer, Lobo, Napoo, Schiaffino, Solano López, Sosa, Spadari y Trigo, entre otros (Ávila, 2003).

[6] El Eternauta, “Ataque a la Cancha de River”, Nº 4.

[7] El Eternauta, “Ataque a la Cancha de River”, Nº 4.

[8] El Eternauta, “La trampa”, Nº 8.

[9] “Favalli (al observar el terraplén del Puente Pacífico): Buen lugar para emboscarnos…recuerdo el terraplén de la General Paz”. (El Eternauta, “Terror en Plaza Italia”, Nº 6).

[10] De Santis, P. (1998) “Sudamérica para los Antartes”. En Oesterheld, H. y Trigo, G. La Guerra de los Antartes. Buenos Aires, Colihue–Colección Narrativa Dibujada.

[11] Introducción de Héctor Oesterheld a El Eternauta.

[12] Tal como lo hiciera años mas tarde en La guerra de los Antartes, aquello que engloba al ser es su pertenencia latinoamericana, argentina. Los países europeos y los Estados Unidos de Norteamérica poseen pocas menciones, y si las tienen (como en el caso de La guerra…), están relacionadas a su capacidad de negociación con los invasores para obtener beneficios a costa de los países del tercer mundo.

[13] El Eternauta, “La batalla de la General Paz”, Nº 3.

[14] Obrero de una fábrica de productos químicos que fue incorporado junto a sus compañeros al grupo de milicianos liderado por Juan Salvo.

[15] Obrero fundidor incorporado al grupo de milicianos.

[16] El Eternauta, “Ataque a la Cancha de River”, Nº 4.

[17] El Eternauta, “Terror en Plaza Italia”, Nº 6.

[18] El Eternauta, “La batalla de la General Paz”, Nº 3.

[19] El Eternauta, “La batalla de la General Paz”, Nº 3.

[20] Palabras del líder militar de la resistencia, un mayor del Ejército Argentino, después de la derrota sufrida en la avenida Las Heras (El Eternauta, “Los Gurbos atacan”, Nº 7).

[21] Canto con el que los Manos se despiden de la vida.

[22] El Eternauta, “Bomba atómica sobre el Congreso”, Nº 9.